LA CIUDAD DE PIEDRA
El entremundo tenÃa muchos nombres distintos. En la cartografÃa estelar de los humanos se le denominaba Estación Gris, las pocas veces que aparecÃa, pues se encontraba a diez años de viaje del dominio de los humanos, hacia el interior. En su idioma estridente, los dan’lai lo llamaban VacÃo. Para los ul-mennaleith, que lo conocÃan desde hacÃa más tiempo, simplemente era el mundo de la ciudad de piedra. Los kresh lo llamaban de otro modo, y también los linkellar, los cedranos y otras especies que habÃan aterrizado en él y después se habÃan marchado, asà que pervivÃan diversos nombres. Pero para la mayorÃa de seres que lo usaban como un breve alto en el trayecto de estrella a estrella era el entremundo.
Era un lugar baldÃo, un mundo de océanos grises y planicies interminables donde rugÃan las ventiscas. Aparte del espaciopuerto y de la ciudad de piedra, era un desierto sin vida. Los ul-nayileith habÃan construido el espaciopuerto hacÃa por lo menos cinco mil años, según el cómputo humano del tiempo, en los dÃas gloriosos en que reivindicaban el dominio de las estrellas ulianas, y el entremundo habÃa estado bajo su control durante cien generaciones. Pero después, los ul-nayileith habÃan desaparecido, y los ul-mennaleith habÃan llegado a ocupar sus territorios, de modo que sólo se recordaba a la antigua especie en las leyendas y las plegarias.
Sin embargo, el espaciopuerto sobrevivió. Era una cacaraña enorme en mitad de la planicie, rodeada por la imponente muralla que habÃan construido los antiguos ingenieros para protegerla de las ventiscas. Dentro de la muralla estaba la ciudad portuaria, un cúmulo de hangares, barracones y tiendas donde descansaban y reponÃan fuerzas viajeros exhaustos procedentes de cien mundos distintos. Afuera, al oeste, no habÃa nada; el viento llegaba de aquella dirección y azotaba la muralla con una furia que no tardaron en canalizar y convertir en energÃa. Pero las sombras de la muralla este albergaban una segunda ciudad, una ciudad al aire libre, de cúpulas de plástico y casuchas de metal. Allà se hacinaban los derrotados, los marginados y los enfermos; allà se concentraban los sin nave.
Y más al este se alzaba la ciudad de piedra.
Ya existÃa cuando llegaron los ul-nayileith, hacÃa ya cinco mil años. Nunca descubrieron cuánto tiempo llevaba resistiendo las ventiscas, ni por qué. Se decÃa que, en aquellos tiempos, los ancianos de la especie de los ul eran arrogantes y curiosos, y que la habÃan investigado. HabÃan recorrido los callejones sinuosos, habÃan ascendido por las escaleras angostas y habÃan subido a las torres arracimadas y a las pirámides de cúspide cuadrada. HabÃan encontrado los pasadizos oscuros e interminables que se entretejÃan formando una red laberÃntica por debajo del suelo. HabÃan descubierto la inmensidad de la ciudad, enseñoreada por el polvo y el silencio sobrecogedor. Pero no lograron encontrar a los Constructores.
Al final, inexplicablemente, a los ul-nayileith los invadió la fatiga, y con ella, el temor. Se retiraron de la ciudad de piedra para no volver a pisarla jamás. Dejaron de usar la piedra durante miles de años, y dio comienzo el culto a los Constructores. Y también empezó el largo declive de la antigua especie.
Pero los ul-mennaleith sólo rinden culto a los ul-nayileith. Los dan’lai no adoran a nadie. Y los humanos, ¿quién sabe a quién adoran? De modo que la ciudad de piedra volvió a llenarse de sonidos, del eco de las pisadas arrastrado por el viento de los callejones.
Los esqueletos estaban incrustados en la muralla, distribuidos por encima del portal sin orden ni concierto; habÃa casi una docena, estaban medio ocultos en la superficie sin junturas de metal uliano y medio expuestos a los vientos del entremundo, unos más hundidos que otros. Muy arriba, la brisa hacÃa repiquetear el esqueleto reciente de un ser alado de nombre desconocido; era una bolsa holgada de huesos huecos y delicados unidos al muro sólo por los tobillos y las muñecas. Un poco más abajo, en la parte superior del portal y a la derecha, lo único que se veÃa del esqueleto de un linkellar eran las costillas amarillentas, que sobresalÃan como tablillas de un tonel.
El esqueleto de MacDonald también estaba medio empotrado. TenÃa las extremidades hundidas en el metal, pero los dedos colgaban hacia fuera, y aún sostenÃa un láser en la mano. Los pies y el pecho estaban al aire. Y la calavera, por supuesto; descolorida, blanquecina y medio aplastada, pero desafiante como un reproche mudo. Cada vez que Holt pasaba por el portal, al amanecer, la calavera lo miraba desde arriba. Algunas veces, en la extraña penumbra del alba del entremundo, le parecÃa que las cuencas vacÃas lo observaban durante el largo trayecto hasta el portal.
Pero a Holt no lo afectaba desde hacÃa meses. Al principio habÃa sido diferente, justo después de que atraparan a MacDonald y su cuerpo putrefacto apareciera un buen dÃa en la muralla, medio fundido con el metal. El hedor se le metÃa a Holt en la nariz, y en los rasgos del cadáver se reconocÃa demasiado bien a Mac. Pero con el tiempo se habÃa convertido en un mero esqueleto, lo que ayudaba a Holt a olvidar.
La mañana del dÃa en que se cumplÃa el primer año estándar del aterrizaje de la Pegaso, Holt pasó por debajo de los esqueletos casi sin dirigirles ni una mirada de reojo.
Adentro, como siempre, el pasillo blanco, polvoriento y desnudo estaba vacÃo. Se bifurcaba más adelante, curvándose en ambas direcciones, y habÃa unas pocas puertas azules distribuidas a intervalos regulares, pero todas estaban cerradas.
Holt tomó el pasillo de la derecha y probó suerte con la primera puerta, apoyando la palma de la mano en la placa de apertura. Nada, la oficina estaba cerrada. Probó con la siguiente, con idéntico resultado. Después, con la siguiente. Holt era metódico, tenÃa que serlo. Cada dÃa habÃa sólo una oficina abierta, y cada dÃa era una distinta.
La séptima puerta se deslizó hacia un lado.
Tras una mesa curva de metal estaba sentado un dan’la, que parecÃa completamente fuera de lugar. La habitación, los muebles, la pista, todo se habÃa construido según las proporciones de los largamente desaparecidos ul-nayileith, y el dan’la se veÃa diminuto en aquel entorno. Pero Holt ya se habÃa acostumbrado. Desde hacÃa un año iba todos los dÃas a las oficinas, y todos los dÃas, un dan’la estaba sentado a una mesa. No tenÃa ni idea de si era el mismo, y cada dÃa estaba en una oficina diferente, o si era uno distinto cada vez. Todos tenÃan el hocico largo, la mirada esquiva y el pelaje rojizo e hirsuto. Los humanos los llamaban hombres zorro. Salvo raras excepciones, Holt era incapaz de diferenciar a un dan’la de otro, y ellos tampoco lo ayudaban. Se negaban a decirle su nombre, y aunque a veces la criatura de la mesa mostrara conocerlo, no era lo habitual. HacÃa tiempo que Holt habÃa tirado la toalla y se habÃa resignado a tratar al dan’la que encontraba en la mesa como si se viesen por primera vez.
Aquella mañana, sin embargo, el hombre zorro lo reconoció casi al instante.
—Ah —dijo al ver entrar a Holt—. ¿Quieres puesto?
—Sà —respondió.
Holt se quitó la gorra gastada que hacÃa juego con su ajado uniforme gris, y esperó. Era un hombre pálido y delgado; tenÃa el pelo castaño con entradas y el mentón obstinado.
—No puesto, Holt —dijo el hombre zorro con una sonrisa fina y breve, mientras entrelazaba las delgadas manos de seis dedos—. Lo siento. Hoy no nave.
—Anoche oà una —repuso Holt—. La oà cuando sobrevolaba la ciudad de piedra. Dame un puesto en ella. Estoy cualificado: domino la propulsión estándar y puedo manejar un acelerador de salto dan’lai. Tengo acreditación.
—SÃ, sà —de nuevo apareció el atisbo de sonrisa—. Pero no nave. Quizá semana que viene. Quizá semana que viene hay nave humana. Entonces tienes puesto; te juro, Holt, te prometo. Eres un buen saltador, ¿verdad? Tú me dices. Te conseguiré puesto. Pero la semana que viene, la semana que viene. Ahora no nave.
Holt se mordió el labio y se inclinó hacia delante, apoyándose en la mesa con los brazos separados, apretaba la gorra en el puño.
—La semana que viene no estarás. Y si estás, no me reconocerás ni te acordarás de nada de lo que me has prometido. Dame un puesto en la nave que llegó anoche.
—Ah —dijo el dan’la—. No puesto. No es nave humana, Holt. No puesto para hombre.
—Me da igual. Yo me embarco en cualquier nave. Me da igual trabajar con dan’lai, ules, cedranos o lo que sea. Se salta igual en todas las naves. Méteme en la nave que aterrizó anoche.
—Pero es que no hubo nave —respondió el hombre zorro. Mostró los dientes un instante y los volvió a ocultar—. Te lo digo, Holt. No nave, no nave. La semana que viene vuelve. Vuelve la semana que viene.
Su tono invitaba a marcharse; Holt habÃa aprendido a reconocerlo. Una vez, meses atrás, se habÃa quedado y habÃa intentado discutir, pero el hombre zorro habÃa llamado a otros para que se lo llevaran, y la siguiente semana se habÃa encontrado todas las puertas cerradas. Holt habÃa aprendido a irse cuando era el momento.
Afuera, bajo la luz tenue, se apoyó un momento en la muralla del viento y trató de controlar el temblor de las manos. TenÃa que mantenerse ocupado, se recordó. Necesitaba dinero y fichas de comida; bien, ya tenÃa una tarea a la que dedicarse. PodÃa pasar por la Cabaña o buscar a Sunderland. En cuanto al puesto, el dÃa siguiente serÃa otro dÃa. DebÃa tener paciencia.
Tras dedicarle una breve mirada a MacDonald, que no habÃa tenido paciencia, Holt echó a andar por las calles desiertas de la ciudad de los sin nave.
Desde que era niño, a Holt le encantaban las estrellas