1978
—Despierte, genio.
Rothstein no querÃa despertar. En el sueño, demasiado bueno para interrumpirlo, aparecÃa su primera esposa meses antes de convertirse en su primera esposa, a sus diecisiete años, perfecta de la cabeza a los pies. Desnuda y esplendorosa. Desnudos los dos. Él, de diecinueve, tenÃa grasa bajo las uñas, pero eso a ella la traÃa sin cuidado, al menos en aquel entonces, porque en la cabeza de él bullÃa un sinfÃn de sueños, y eso era lo que a ella le importaba. Su fe en esos sueños era aún mayor que la de él, y se trataba de una fe justificada. En el sueño, ella se reÃa y tendÃa la mano hacia la parte de él que era más fácil de agarrar. Él pretendÃa llegar más lejos, pero de pronto una mano le sacudió el brazo, y el sueño reventó como una pompa de jabón.
Ya no tenÃa diecinueve años ni vivÃa en un piso de dos habitaciones en New Jersey; le faltaban seis meses para cumplir los ochenta y vivÃa en una granja de New Hampshire, donde, como se especificaba en su testamento, debÃa dársele sepultura. HabÃa unos hombres en su dormitorio. Llevaban pasamontañas: uno rojo, otro azul y el tercero amarillo canario. Al verlos, intentó convencerse de que era solo otro sueño —el sueño grato habÃa degenerado en pesadilla, como a veces sucedÃa—, pero en ese momento la mano le soltó el brazo, lo sujetó por el hombro y lo arrojó al suelo. Se golpeó la cabeza y dejó escapar un grito.
—Eso no —ordenó el del pasamontañas amarillo—. ¿Quieres que pierda el conocimiento?
—Fijaos. —El del pasamontañas rojo señaló con el dedo—. El viejo la tiene tiesa. DebÃa de estar pasándolo pipa en sueños.
El del pasamontañas azul, el que lo habÃa sacudido, dijo:
—Son simples ganas de mear. A esa edad, solo se les empina por eso. Mi abuelo…
—Cállate —atajó el del pasamontañas amarillo—. Aquà tu abuelo no le interesa a nadie.
Aunque aturdido y envuelto aún en una raÃda cortina de soñolencia, Rothstein comprendió que estaba en un grave aprieto. Un término afloró a su mente: allanamiento de morada. Con la cabeza dolorida (le saldrÃa un moretón enorme en el lado derecho, por los anticoagulantes que tomaba) y el corazón de paredes peligrosamente finas batiéndole con fuerza en el lado izquierdo de la caja torácica, miró al trÃo que habÃa irrumpido en su dormitorio. Los tres, de pie junto a él, llevaban las manos enguantadas y cazadoras a cuadros de entretiempo bajo aquellos aterradores pasamontañas. Allanadores de morada, y allà estaba él, a ocho kilómetros del pueblo.
Rothstein, sacudiéndose el sopor, puso en orden sus ideas en la medida de lo posible y se dijo que la situación tenÃa su lado bueno: si se cubrÃan los rostros para que él no los viera, no tenÃan intención de matarlo.
Quizá.
—Caballeros… —dijo.
El Señor de Amarillo soltó una carcajada y alzó los pulgares.
—Buen comienzo, genio.
Rothstein movió la cabeza en un gesto de asentimiento, como en respuesta a un cumplido. Echó una ojeada al reloj de la mesilla de noche, vio que eran las dos y cuarto de la madrugada y volvió a mirar al Señor de Amarillo, que acaso fuera el jefe.
—Tengo solo un poco de dinero, pero suyo es… si me dejan ileso.
Fuera se oÃa el crujir de las hojas caÃdas del otoño, impulsadas por un viento racheado contra la fachada oeste de la casa. Rothstein advirtió que la caldera se ponÃa en funcionamiento por primera vez ese año. ¡Pero si hacÃa nada era aún verano!
—Según nuestra información, no es solo un poco lo que tienes. —Este era el Señor de Rojo.
—Silencio. —El Señor de Amarillo tendió una mano a Rothstein—. Levante del suelo, genio.
Rothstein aceptó su mano. Tembloroso, se puso en pie y se sentó en la cama. Le costaba respirar, pero era muy consciente (para él, ser en exceso consciente de sà mismo habÃa tenido siempre sus pros y sus contras) de la imagen que debÃa de ofrecer: un viejo con un holgado pijama azul, ya sin más pelo que unos vaporosos mechones blancos, como hojaldre de maÃz, por encima de las orejas. En eso se habÃa convertido el escritor que salió en la portada de la revista Time el mismo año que John Fitzgerald Kennedy llegó a la presidencia: JOHN ROTHSTEIN, EL GENIO SOLITARIO DE ESTADOS UNIDOS.
Despierte, genio.
—Recobre el aliento —dijo el Señor de Amarillo. Por su tono de voz, parecÃa preocupado de verdad, pero Rothstein no las tenÃa todas consigo—. Luego iremos al salón, donde mantienen sus conversaciones las personas normales. Sin prisas. Serénese.
Rothstein respiró lenta y profundamente, y el corazón se le sosegó un poco. Intentó pensar en Peggy, con sus pechos del tamaño de tazas de té (pequeños pero perfectos) y sus piernas largas y suaves, pero el sueño se habÃa esfumado en igual medida que la propia Peggy, ahora un vejestorio que vivÃa en ParÃs. A expensas de Rothstein. Al menos Yolande, su segunda tentativa en cuanto a dicha conyugal, habÃa muerto, poniendo fin asà al pago de la pensión.
El del pasamontañas rojo habÃa salido de la habitación, y ahora Rothstein lo oÃa revolver en su despacho. Algo cayó al suelo. Ruido de cajones que se abrÃan y cerraban.
—¿Mejor? —preguntó el Señor de Amarillo, y a continuación, ante el gesto de asentimiento de Rothstein, indicó—: Vamos, pues.
El anciano se dejó llevar hasta el pequeño salón, flanqueado por el Señor de Azul a su izquierda y el Señor de Amarillo a su derecha. El Señor de Rojo seguÃa revolviendo en el despacho. Pronto abrirÃa el armario y, al apartar las dos chaquetas y los tres jerséis, quedarÃa a la vista la caja fuerte. Era inevitable.
Da igual. Siempre y cuando dejen los cuadernos, ¿y por qué iban a llevárselos? A los matones como estos solo les interesa el dinero. Seguramente la única lectura a su alcance son las cartas de los lectores publicadas por Penthouse.
Solo que, en cuanto al hombre del pasamontañas amarillo, albergaba sus dudas. Ese parecÃa tener cierta cultura.
En el salón estaban todas las luces encendidas y las persianas subidas. Algún vecino desvelado quizá se preguntara qué ocurrÃa en casa del viejo escritor… eso en el supuesto de que tuviera vecinos. Los más cercanos vivÃan a cuatro kilómetros de allÃ, por la carretera principal. No tenÃa amigos, ni recibÃa visitas. A veces se presentaba algún que otro vendedor, pero se los quitaba de encima de malas maneras. Rothstein sencillamente era muy suyo. El viejo escritor retirado. El ermitaño. Pagaba sus impuestos y exigÃa que lo dejaran en paz.
Azul y Amarillo lo llevaron hasta el sillón situado frente al aparato de televisión, que casi nunca miraba, y el Señor de Azul, viendo que se quedaba de pie, lo obligó a sentarse de un empujón.
—¡Calma! —dijo Amarillo con aspereza, y Azul, rezongando, retrocedió un poco. Allà mandaba el Señor de Amarillo, no cabÃa duda. El Señor de Amarillo era el perro guÃa.
Inclinándose hacia Rothstein, apoyó las manos en las rodillas del pantalón de pana.
—¿Quiere un traguito de algo para tranquilizarse?
—Si se refiere a una bebida alcohólica, lo dejé hace veinte años. Por indicación del médico.
—Bien hecho. ¿Iba a las reuniones?
—No era alcohólico —respondió Rothstein, ofendido. Resultaba absurdo ofenderse en semejante situación… ¿o no? A saber cómo debÃa reaccionar uno cuando lo arrancaban de la cama en plena noche unos individuos con pasamontañas de colores. Se preguntó cómo escribirÃa una escena asà y no se le ocurrió nada; él no escribÃa sobre situaciones como esa.
—La gente da por sentado que en el siglo XX todo escritor blanco era alcohólico.
—Ya, ya —dijo el Señor de Amarillo como si apaciguase a un niño malhumorado—. ¿Agua?
—No, gracias. Lo que quiero es que se marchen los tres, asà que le seré sincero. —Se preguntó si el Señor de Amarillo entendÃa la regla más básica del discurso humano: cuando alguien anuncia que va a hablar con sinceridad, en la mayorÃa de los casos está preparando el terreno para mentir como un bellaco—. El billetero está en la cómoda del dormitorio. Hay poco más de ochenta dólares. En la repisa de la chimenea verán una tetera de loza…
La señaló. El Señor de Azul se volvió a mirar, pero el Señor de Amarillo no. El Señor de Amarillo continuó atento a Rothstein, y a sus ojos, bajo el pasamontañas, asomó una expresión casi risueña. Esto no da resultado, pensó Rothstein, pero perseveró. Ahora que estaba despierto, empezaba a sentir, además de miedo, cierto cabreo, si bien sabÃa que no le convenÃa exteriorizarlo.
—Ahà guardo el dinero para las tareas domésticas. Cincuenta o sesenta dólares. Es lo único que hay en la casa. Cójanlo y váyanse.
—Puto embustero —dijo el Señor de Azul—. Tienes mucho más, tÃo. Lo sabemos, créeme.
Como si de una obra de teatro se tratara y aquella frase fuera el pie para su entrada en escena, el Señor de Rojo anunció a gritos desde el despacho:
—¡Premio! ¡He encontrado una caja fuerte! ¡De las grandes!
Rothstein sabÃa de antemano que el hombre del pasamontañas rojo la encontrarÃa, y sin embargo se le cayó el alma a los pies. Era una estupidez guardar dinero en metálico; no habÃa más motivo que su aversión a las tarjetas de crédito y los cheques y los valores y los documentos de transferencia, todas esas tentadoras cadenas que amarraban a la gente a la agobiante y en último extremo destructiva máquina del gasto y la deuda de Estados Unidos. Pero el dinero en metálico podÃa ser su salvación. El dinero en metálico podÃa sustituirse. Los cuadernos, más de ciento cincuenta, no.
—Ahora la combinación —dijo el Señor de Azul. Chasqueó los dedos enguantados—. Suéltala.
Rothstein, airado como estaba, habrÃa sido capaz de negarse. Según Yolande, la ira habÃa sido su posición por defecto durante toda la vida («Probablemente ya desde la puñetera cuna», decÃa ella). Pero el cansancio y el temor hacÃan mella en él. Si oponÃa resistencia, le sonsacarÃan la combinación a golpes. Tal vez incluso sufriera otro infarto, y uno más serÃa su final casi con toda certeza.
—Si les doy la combinación de la caja fuerte, ¿cogerán el dinero que hay dentro y se marcharán?
—Señor Rothstein —dijo el Señor de Amarillo con una amabilidad que parecÃa sincera (y por tanto grotesca)—, no está usted en situación de negociar. Freddy, ve a traer las bolsas.
Rothstein sintió una corriente de aire gélido cuando el Señor de Azul, también conocido como Freddy, salió por la puerta de la cocina. El Señor de Amarillo, entretanto, volvÃa a sonreÃr. Rothstein aborrecÃa ya esa sonrisa. Esos labios rojos.
—Vamos, genio: suéltela. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.
Rothstein exhaló un suspiro y recitó la combinación de la caja Gardall oculta en el armario de su despacho.
—Treinta y uno, dos vueltas a la derecha; tres, dos vueltas a la izquierda; dieciocho, una vuelta a la izquierda; noventa y nueve, una vuelta a la derecha, y luego otra vez a cero.
Detrás del pasamontañas, los labios rojos se desplegaron en una sonrisa aún más an