1
–Quiero confesarme, Padre, he pecado –dijo Keller y miró la esterilla del costado del confesionario esperando una respuesta.
Después de unos segundos de silencio, una voz aguardentosa y calma respondió:
–Habla, hijo mÃo, cuéntame tus pecados.
Arrodillado, Keller dudó, hasta que por fin dijo:
–He matado, Padre. Asesiné a cuatro... mejor dicho, cinco personas.
Por toda respuesta, escuchó una tos seca seguida de una corta risita. Algo crujió del otro lado de la esterilla, como si el cura se hubiese acomodado en su asiento y la vieja madera del confesionario se quejara por su peso. En la iglesia silenciosa y vacÃa, el crujido se amplificó y retumbó en las alturas de la nave central.
–A ver, cuéntame, ¿qué has hecho? –preguntó la voz, ahora cavernosa y profunda. TenÃa ese dejo de curiosidad morbosa que siempre habÃa escuchado en la voz de los sacerdotes, cuando era un niño y se confesaba los domingos en la parroquia.
–Lo que acabo de decirle: maté personas, Padre, pero fue por amor.
–Entiendo... ¿Y estás arrepentido? –La voz pareció dulcificarse, interesada y con un matiz de ansiedad por la respuesta.
El asiento volvió a crujir, a retumbar en el espacio helado de la iglesia. Keller sintió que un frÃo le corrÃa por la espalda.
–¿DeberÃa estarlo?
–Se supone que por eso has venido, ¿no? El arrepentimiento es el principio de la confesión y su necesidad –dijo el cura, casi en un murmullo.
A través de los orificios de la esterilla, Keller pudo distinguir la silueta de una cabeza, inclinada hacia delante. Un aroma a incienso empezó a fluir del interior del confesionario y un humo plateado envolvió la cabeza.
–¿Usted me creerÃa? –preguntó, mientras el olor del incienso crecÃa, agrio y penetrante.
–Si te arrepientes de corazón, sÃ.
–¿Cómo está tan seguro, Padre?
–Tengo que estarlo, para luego poder administrar el perdón de tus pecados. Vamos, hijo, alivia tu conciencia, confiésate ante Dios. Él te conoce y sabe si mientes o no. Por lo tanto, deposito mi confianza en Él. Adelante. En el nombre del Padre, del Hijo y del EspÃritu Santo. Puedes empezar.
El humo del incienso quemándose se esparcÃa, espeso, a través de la esterilla y Keller empezó a sofocarse. De pronto estuvo envuelto en una miasma putrefacta y gris mientras el confesionario ardÃa y se convertÃa en una tea ante sus ojos.
A punto de asfixiarse y quemarse en las llamas, Keller despertó.
Se habÃa quedado dormido en el sofá del living comedor, vestido y con los zapatos puestos, bañado en transpiración; le dolÃa la nuca debido a la mala posición en la que estaba antes de dormirse. Lentamente fue regresando a la realidad y cuando miró el reloj de su muñeca vio que eran las tres de la mañana. IncreÃblemente, todavÃa podÃa oler el incienso del sueño porque en su memoria la sensación olfativa perduraba, nÃtida y verdadera; aún podÃa sentir el calor de las llamas sobre la piel. Se incorporó del sofá y movilizó sus miembros entumecidos. Pensó cuánto tiempo hacÃa que no se confesaba y concluyó que eso no sucedÃa desde que era niño. De hecho, tuvo la sensación de que en el sueño él era ese niño, confesando por anticipado los crÃmenes que cometerÃa de grande.
Sacó de la heladera la botella de agua y bebió casi un tercio hasta quedar saciado. La voz del cura retumbaba en su cerebro, falsa y estentórea, acaso más alta que en el sueño y dotada de un tono inquisitorial y apremiante.
Abrió la canilla del fregadero y se lavó la cara y la nuca transpiradas. Los retazos del sueño fueron desvaneciéndose y a su mente regresó el problema que habÃa estado considerando antes de quedarse dormido. Volvió a la mesa del Sorocabana, en la que habÃa conversado con la desconocida que lo citó en el café para ofrecerle en venta la agenda de Flavio OlavarrÃa donde figuraban su nombre y su dirección.
La mujer, que dijo llamarse Mabel, le contó que habÃa estado con OlavarrÃa la noche que este habÃa sido ultimado en la habitación 204 del Hotel La Alhambra. Lo habÃa recibido en su apartamento del edificio Ciudadela y al otro dÃa habÃa encontrado la libretita de OlavarrÃa caÃda en el piso. Al hojearla, vio los datos de Keller y recordó que OlavarrÃa habÃa mencionado a Keller varias veces para insultarlo, antes de irse y ser asesinado en el hotel. Al tanto de que la policÃa no avanzaba en la resolución de ese crimen, la mujer pensaba que el nombre de Keller en la agenda podÃa interesarle a los investigadores y entonces habÃa decidido citarlo en el Sorocabana para ofrecerle esa agenda a cambio de cinco mil pesos.
2
Eran las tres y media de la mañana. Keller se preparó una tisana y se sentó a la pequeña mesa de la cocina, como si ante él, al otro lado, hubiese alguien que lo mirara con atención. Lo que en realidad veÃa era el rostro de Mabel que le recordaba a la actriz Ava Gardner. PodÃa evocar su figura esbelta y sensual caminando entre las mesas del Sorocabana hasta llegar a donde él estaba, con el ejemplar de El Diario doblado sobre la mesa, la seña acordada para que ella pudiera reconocerlo.
Cuando dio el primer sorbo a la tisana, la imagen de Mabel se perfeccionó en la mente de Keller. La mujer lo habÃa sacudido y quizá perturbado de una manera inesperada, al punto de estar evocándola casi con placer y sin que le importara la amenaza que la desconocida representaba. HabÃa sido clara y directa: en dos dÃas lo esperaba en el Sorocabana, a la misma hora, y él debÃa pagarle cinco mil pesos para hacerse de la agenda de OlavarrÃa. Por supuesto que Keller no habÃa admitido que conocÃa a OlavarrÃa o que el contenido de la agenda lo inquietaba. Como se dice en el juego de truco, habÃa jugado callado. Planteadas las condiciones de la negociación, la mujer se habÃa retirado del café con el mismo andar seductor y sen