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Era marzo, la época del año favorita de Joy Lammenais, en el valle de Napa, a casi cien kilómetros al norte de San Francisco. Las colinas onduladas lucÃan un brillante verde esmeralda, que perderÃa intensidad cuando aumentasen las temperaturas, y que se secarÃa y deslucirÃa con el calor del verano. Pero de momento todo era fresco y nuevo, y las viñas se extendÃan varios kilómetros por todo el valle. Los visitantes lo comparaban con la Toscana italiana y algunos incluso con Francia.
Joy habÃa estado allà por primera vez con Christophe veinticuatro años antes, cuando ella estaba cursando un máster en Administración de Empresas y él asistÃa a clases de posgrado en EnologÃa y Viticultura, ambos en Stanford. Él le habÃa explicado en detalle que la enologÃa estudiaba la elaboración del vino y la viticultura, la plantación y el cultivo de la uva. Su familia llevaba siglos haciendo vinos famosos en Burdeos, donde su padre y sus tÃos gestionaban la bodega y las viñas familiares, pero su sueño siempre habÃa sido viajar a California y aprender de los vinos, los viñedos y los viticultores del valle de Napa. Christophe habÃa confesado entonces a Joy que querÃa tener una pequeña bodega propia. Al principio solo era una esperanza vaga, una fantasÃa que nunca harÃa realidad. Daba por supuesto que volverÃa a Francia para hacer lo que se esperaba de él, como habÃan hecho antes sus antepasados y parientes. Pero se enamoró de California y del estilo de vida estadounidense, y se fue apasionando cada vez más por los viñedos del valle de Napa durante el año que estuvo en Stanford. La repentina muerte de su padre a una edad temprana mientras Christophe aún se encontraba allà le dejó una inesperada fortuna para invertir y, de repente, abrir su propia bodega en Estados Unidos no solo se volvió apetecible, sino también viable. Cuando los dos terminaron sus cursos en junio, él viajó a Francia en verano para explicarle el proyecto a su familia y volvió en otoño para llevar a cabo su plan.
Joy era la mujer más fascinante que habÃa conocido nunca y tenÃa una gran variedad de aptitudes. PoseÃa un don innato para todo lo relacionado con los negocios o las finanzas. Y al mismo tiempo era pintora y artista, habÃa asistido varios veranos a cursos en Italia y podrÃa haberse dedicado perfectamente al arte. De hecho, en la universidad le habÃa costado tomar la decisión. Sus profesores de Italia la habÃan animado a que se olvidase de los negocios, pero al final se impuso su lado práctico y dejó la pintura como una afición que le encantaba para centrarse en sus objetivos empresariales. TenÃa una capacidad instintiva para detectar los mejores negocios y querÃa trabajar en una de las sociedades de inversión especializadas en alta tecnologÃa de Silicon Valley, antes de fundar algún dÃa su propia sociedad de capital riesgo. Hablaba continuamente sobre este tema con Christophe.
Cuando se conocieron ella no tenÃa ni idea de vino y él le enseñó lo que sabÃa durante el año que pasaron juntos. En realidad, no sentÃa demasiado interés ni por los viñedos ni por las bodegas, pero él lo explicaba todo de una forma tan vÃvida que casi parecÃa mágico. A Christophe le gustaba hacer vino tanto como a ella pintar o las inversiones creativas. Sin embargo, a Joy la agricultura le parecÃa un negocio arriesgado. Muchas cosas podÃan ir mal: una helada temprana, una vendimia tardÃa, lluvias excesivas o escasas. Pero Christophe decÃa que ahà residÃa parte de su misterio y de su gracia, y cuando todos los ingredientes cuajaban, se obtenÃa una cosecha inolvidable de la que la gente hablarÃa siempre, capaz de convertir un vino del montón en un extraordinario don de la naturaleza.
A medida que ella visitaba una y otra vez el valle de Napa en su compañÃa, empezó a entender que Christophe llevaba la elaboración de vino en lo más profundo de su alma y en su ADN, y que tener una bodega respetada representaba para él el máximo logro que podÃa alcanzar y su mayor anhelo. En aquel entonces ella tenÃa veinticinco años y él uno más. Joy habÃa tenido la suerte de conseguir un empleo en una legendaria sociedad de capital riesgo poco después de licenciarse y le encantaba lo que hacÃa. Cuando Christophe volvió de Francia a finales de verano buscando un terreno que comprar y viñas que pudiese replantar como deseaba, de acuerdo con todo lo que habÃa aprendido en Francia, le pidió que lo acompañase, pues respetaba los consejos de Joy sobre los aspectos financieros de cualquier transacción. Ella le ayudó a comprar su primer viñedo y para noviembre ya habÃa adquirido seis, todos ellos colindantes.
Las viñas eran viejas y él sabÃa exactamente lo que querÃa plantar. Le dijo a Joy que preferÃa que su bodega fuese pequeña, pero que algún dÃa tendrÃa el mejor pinot noir del valle, y ella le creyó. Le explicaba las sutilezas de los vinos que probaban, sus defectos y sus virtudes, cómo podrÃan haberse modificado o mejorado, o cómo deberÃan haber sido. Le dio a conocer los vinos franceses, entre ellos el que su familia habÃa elaborado y exportado durante generaciones desde el Château Lammenais.
HabÃa comprado otra finca en la colina que dominaba las viñas y el valle, y le dijo que allà iba a construir un pequeño château. Mientras tanto, vivÃa en una cabaña con un cuarto y una confortable sala de estar con una enorme chimenea. Los fines de semana pasaban allà muchas noches Ãntimas, durante las cuales él compartÃa con ella sus esperanzas y ella le explicaba qué debÃa hacer para que funcionara la parte empresarial del proyecto y para diseñar un plan de financiación.
Pasaron las Navidades juntos en la cabaña. Se quedaban de madrugada en el pequeño porche admirando la naturaleza en todo su esplendor. Como el padre de Christophe habÃa fallecido hacÃa poco, y su madre lo habÃa hecho muchos años antes, no le apetecÃa volver a Francia para pasar las fiestas con sus tÃos y prefirió quedarse con Joy. Ella tampoco podÃa volver a casa a pasar la Navidad con su familia. Su madre habÃa muerto joven de un cáncer cuando Joy tenÃa quince años y su padre, que era mucho mayor que su esposa, habÃa quedado destrozado y habÃa muerto tres años después. Ella y Christophe crearon un mundo propio en el lugar al que él la habÃa llevado, y el joven francés le preparó una increÃble cena de Navidad compuesta de oca y faisán, que combinaban a la perfección con los vinos que habÃa elegido.
En primavera empezó a construir su château, tal como habÃa anunciado. Joy descubrió que Christophe era una suerte de visionario, pero que sorprendentemente siempre realizaba lo que decÃa y llevaba sus ideas del plano abstracto a la realidad. Él nunca perdÃa de vista sus metas y ella le enseñaba a alcanzarlas. Él describÃa lo que veÃa en el futuro y ella le ayudaba a cumplir sus sueños. Christophe tenÃa unos planes maravillosos para el château.
Encargó que le trajeran la piedra de Francia y dijo que no querÃa nada demasiado solemne ni demasiado grande. En lÃneas generales, basó el diseño en el château de su familia, de cuatrocientos años de antigüedad, y le entregó al arquitecto incontables bocetos y fotografÃas de lo que tenÃa en mente, con las modificaciones que consideraba que le quedarÃan bien a la finca que habÃa elegido, mostrándose inflexible con respecto a las proporciones. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño. HabÃa escogido una colina con unos preciosos árboles añejos alrededor del claro en el que deseaba levantar su hogar. DecÃa que iba a poner rosales rojos por todas partes, como en su vivienda de Francia, y lo diseñó todo con un arquitecto paisajista que se entusiasmó con el proyecto.
La casa estaba muy avanzada cuando en verano le pidió a Joy que se casase con él. Para entonces llevaban saliend